
Alazne Intxauspe, agricultora ecológica y miembro de la ejecutiva del sindicato agrario EHNE-Bizkaia
Alazne proviene de un entorno rural, aunque sus padres no se ganaron la vida del caserío. Aunque criaban animales y cultivaban una huerta, todo era para el autoconsumo. Su formación universitaria y su trabajo durante siete años en el mundo de la producción televisiva parecían alejarla del sector agrario. Sin embargo, en 2012, junto a su pareja, realizó un curso agroecológico ofrecido por EHNE, lo que marcó el inicio de su camino en la horticultura ecológica. Su motivación inicial no fue tanto la producción como la preocupación por la alimentación: decía que le interesaba “cómo nos alimentamos, qué comemos, de dónde viene lo que comemos…”. Esta inquietud la llevó a explorar la agroecología como posible forma de vida.
Además de la producción hortícola, Alazne y su pareja impulsaron una pequeña conservera, y desde 2014 ella está dada de alta como trabajadora autónoma agraria. Paralelamente a su labor productiva, ha estado muy implicada en el ámbito organizativo y sindical, formando parte de EHNE Bizkaia, Etxalde y Vía Campesina. Para ella siempre ha sido importante “llevar la azada y el bolígrafo”, es decir, combinar el trabajo práctico con la reflexión y la organización. Su entrada en el sindicato estuvo muy marcada por el contexto: el sindicato buscaba incorporar a jóvenes y mujeres, y como ella misma reconoce, “me dejé llevar y fue así como entré en la ejecutiva”.
La vinculación entre agroecología y feminismo es uno de los pilares de su compromiso. Aunque el cambio estratégico de EHNE hacia un modelo agroecológico fue anterior a su llegada, ella considera que en los últimos años se ha profundizado también en la perspectiva feminista. Destaca la labor de mujeres de generaciones anteriores como Maritxu, pionera en la horticultura dentro de un entorno ganadero, y aunque “probablemente ella no le puso el nombre de feminismo… para mí es un claro precedente”. Alazne defiende que las mujeres han estado históricamente al frente del modelo de caserío, del modelo de agricultura familiar, y que muchas veces han sostenido ese sistema con una lógica de cuidado, sostenibilidad y soberanía alimentaria, sin necesidad de grandes discursos.
No obstante, también es crítica con las barreras estructurales que todavía persisten. Señala que la carga de los cuidados y la dificultad para lograr una viabilidad económica real dificultan la participación plena de las mujeres. Valora ciertos avances legislativos, como el Estatuto de las Mujeres Agricultoras (aprobado por el Parlamento vasco), pero también expresa dudas sobre su impacto: “habla de todo… pero ahí se queda. Si eso no baja a programas concretos o a acciones concretas…”. En cuanto a los mecanismos de representación, no cree que el simple establecimiento de cupos garantice una transformación real sin un trabajo previo en la base.
Desde su experiencia, insiste en que la participación de las mujeres no debe reducirse solo a una cuestión de género, sino abrirse a toda forma de diversidad. Considera fundamental construir una organización viva que recoja distintas realidades, como la inmigración, y crear liderazgos compartidos. Aun así, reconoce que el día a día impone muchas limitaciones: “producimos, vendemos, hacemos el papeleo… y luego es complicado participar en otros espacios, aunque quieras”.
Pese a todo, percibe avances significativos. En su entorno agroecológico la participación de las mujeres es activa, hay más formación, más espacios compartidos y una mayor visibilidad. Reconoce que “gracias al trabajo que han realizado otras, nosotras hoy vivimos otra situación”. Para ella, el cambio no depende solo de leyes o políticas, sino de un compromiso real, colectivo y constante que se construye desde abajo. Y si las políticas públicas quieren realmente promocionar a las mujeres en el primer sector, es una gran contradicción que al mismo tiempo impulsen un modelo industrial de agricultura.